jueves, 26 de julio de 2012

40 etapa / Monte do Gozo – Santiago de Compostela (El final de un Sueño)


Hola a todos. Les escribo hoy por última vez. Tecleo el ordenador con mis pezuñas en Piedrafita, provincia de Lugo. Aquí viviré a partir de ahora, con José Rodríguez, el panadero del pueblo, y con su familia. Me conoció al subir el puerto de O Cebreiro y en seguida se dio cuenta de que estoy hecho de una madera asnil muy especial. No es la primera vez que cambio de dueño, la verdad, pero tengo que confesar que durante el viaje que realicé esta mañana en un remolque desde Santiago, me puse un poco triste.
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Mis compadres bípedos -siempre lo serán- me compraron en Guipúzcoa el último día de enero. Todos sabíamos que nuestra relación tendría una fecha de caducidad, y que ésta vendría establecida por la llegada del trío a Santiago. Aún así, ya se sabe que el roce hace el cariño y mis compadres reconocerán haberme cogido una querencia inmensa. Como muchos de ustedes, avezados lectores de este humilde cuaderno de bitácora, según ha llegado a mis oídos. Para qué vamos a engañarnos, soy una monada.
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Mikel ya había tenido algún contacto con animales desde que era un zagal, pero Javier, como muchas veces me recordaba, no había tenido en su vida un triste hámster. Sin embargo, con el paso de los días, con el caminar de las etapas y el convivir 8 ó 10 horas diarias, tengo que decir que tanto uno como otro han resultado ser unos excelentes ganaderos. Han repartido sus responsabilidades para conmigo sin poner jamás un pero, “hoy coges tú la boñiga del burro en Burgos, mañana lo haré yo en Sahagún”-. Da gusto haber viajado con dos tipejos tan buenos amigos y tan complementarios. Mikel, con su nervio ante las dificultades y su ingenio, y Javier, con su sosiego en las situaciones difíciles y su capacidad para ver las cosas tal y como son, sin dramatismos.
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Me han cepillado, limpiado de piedrecillas las pezuñas, quitado mocos y legañas, fabricado una baticola, acolchado las alforjas… han adquirido una gran responsabilidad y la han cumplido. Yo he sido para ellos como un hijo, no sólo por el cariño que me profesaban, sino por las obligaciones que imponía mi presencia, los pros y también los contras.
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Tengo que decir que yo he aportado a la comitiva el necesario glamour que distinguió este viaje extraordinario de los cientos de peregrinajes normales y corrientes que se desarrollan cada mes. Mi presencia les ha dado un toque gracioso, que les ha abierto alguna puerta y les ha granjeado simpatía por doquier. Y alguna cosilla más…
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Pero no ha sido siempre un camino de rosas. Soy majo, pero soy un burro al fin y al cabo. He hecho honor a nuestra fama de tozudos, ustedes lo saben bien, pero Santiago dirá que jamás he mordido o soltado coz a traición alguna. Y cuando lo he hecho han sido amagos justificados que no han acabado en nada.
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Ayer, mientras Javier se recuperaba de la paliza de la caminata y Mikel me acicalaba para el gran día, sufrió éste último una sobredosis de nostalgia adelantada, me miró a los ojos con los suyos empañados y me dijo: “eres un gran burro”. Yo he hecho lo que he podido, no sé, lo que sí puedo decir es que ellos han sido grandes compadres, aunque también con sus pegas, sus faltas de experiencia y sus remilgos al principio, claro.
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El caso es que no les olvidaré fácilmente, como seguro ellos no me olvidarán a mí. Ahora les supongo comiendo en el parador de de Santiago, donde invitan a los peregrinos que presentan la credencial el día que llegan a la ciudad. La entrada en Compostela ha sido mágica. Siguiendo las ordenanzas, nos hemos levantado todos a las cinco y pico de la mañana para entrar en la plaza del Obradoiro antes de las nueve, hora en que los animalejos son expulsados a las afueras. No había amanecido cuando hemos partido en silencio, observando la vía láctea y la luna llena para guiarnos en nuestros últimos pasos, concentrados todos en nuestros pensamientos y sensaciones, enfilando una a una las calles de entrada a la ciudad. Comenzaba a amanecer ya en Santiago, todos los negocios cerrados, nadie en las calles salvo algún sufrido barrendero y dos o tres trasnochadores que nos deseaban buen camino con acento etílico. Para lo que nos quedaba… cloc, cloc, cloc, mis cascos sobre la acera y nada más, doblamos una esquina y de repente una bandada de palomas dirigen nuestra mirada a las agujas de la catedral, iluminadas por la luz taimada y suave del alba.
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Ahí es donde se ha producido el escalofrío general, mayor aun que cuando hemos entrado finalmente en la desierta plaza del Obradoiro. Estábamos aquí, lo habíamos conseguido, mis compadres habían logrado hacer realidad un sueño absurdo, arreal (si se me permite la licencia de usar ese término de nuevo cuño y copyright amigo) pero apasionante. Mis amos se habían comprado un burro y habían andado durante cuarenta días -los mismos que anduvo Jesús en el desierto- para llegar a donde ahora llegaban. Como en el Medievo, sin coches de apoyo, ni alforjas de diseño, sólo con sus palos, sus botas y yo.
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En fin, pueden ustedes imaginarse el momento. No es un tópico eso de la emoción al llegar al enclave donde descansan los restos del Patrón de España. Se han abrazado, me han abrazado a mí y hemos contemplado la altura de las torres del templo, los pasos dados hasta llegar a verlas y, en la distancia, a las personas queridas que les esperan de nuevo en Pamplona. Alguna lagrimilla ha aderezado inevitablemente la escena.
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Y ya está. Eso es todo. Lo malo de cumplir un sueño es precisamente cumplirlo, porque ése es un momento tan intenso como fugaz. Poco después de entrar en la catedral y abrazar al Santo, han buscado éstos una pensión cercana donde reposar hoy cristianamente, con sábanas y pestillo y hemos desandado un trozo de lo andado. Por el camino nos hemos cruzado a viejos amigos: los chicos de Benidorm, Rubi y Clara, las cordobesas, con quienes ha habido intercambio de regalos, a Marcos, la simpática pareja de abuelos Sandro y Paco e incluso a Francesca, la alemana que conocieron en Los Arcos y a la cuál no habían vuelto a ver hasta hoy.
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Una vez en las afueras, hemos esperado la llegada de mi nuevo dueño con el remolque. Hacía muy buena mañana y la hemos pasado tumbados al sol, haciendo fotos, saludando a niños y ancianos curiosos con mi presencia y despidiéndonos poco a poco. Serán muchos los recuerdos en los que esté yo presente, muchas las situaciones que recordarán mis compadres cuando estén de vuelta en sus cotidianidades. Como cuando me venían a saludar por la mañana y yo les recibía con un sonoro rebuzno, o cuando me paraba para echar un pis con las patas de atrás como en cuña, o cuando me revolcaba sin importar si llevaba puestas las alforjas o no, o cuando bostezaba o cuando, como efectivamente ha ocurrido justo en el último momento, me cagaba en un lugar poco apropiado y debían recoger mis compadres el regalo cuidadosamente. Eso es lo último que han hecho antes de subirme al remolque, créanme. Pero, aunque les parezca una tarea sucia y desagradable, vuelvan a creerme a que la han acometido con el mayor de los gustos. Sabiendo que será la última vez que lo hagan. Al menos en mucho tiempo.
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Quiero agradecer a todos ustedes el seguimiento de mis asniles crónicas. Ésta es la última, ya lo he dicho, pero mañana cedo el testigo a Mikel para que escriba algo a modo de epílogo. Entonces ya, Asinus Viator, será definitivamente historia. No lo será aún en cambio esta aventura, que mis compadres alargarán otra semana más. Andarán hasta Finisterre siguiendo el rito primitivo, lanzarán allá las dos piedras que trajeron de Navarra, quemarán aquellas ropas inservibles que simbolizan su vida pasada, para volver luego a ella, pero con aires renovados. Después irán a Muxia, donde se cuenta que desembarcó el Patrón y ya entonces decidirán si se detienen o siguen caminando.
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Hagan lo que hagan, dice Alfredo, un buen amigo, que no importa tanto la meta, como el trayecto y las personas que uno elige para transitarlo. No le falta razón, si a las personas añade animalejos. Ha sido un gran trayecto a cuatro patas, espero que ustedes lo hayan disfrutado desde la distancia leyendo estas crónicas al menos la décima parte de lo que yo he disfrutado escribiéndolas. Si es así, háganmelo saber en este foro para dormir tranquilo en mi nueva cuadra.
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Sean felices allá donde estén, sonrían y sobre todo, hagan lo que hagan, hagan un poco el burro de vez en cuando. Encantado y hasta siempre.

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